Es cierto que en las mañanas de verano me cuesta más de lo normal despegarme de las sábanas, pero era lunes, 23 de agosto y tenía cosas que hacer en el centro de la ciudad. Mientras caminaba lentamente debido al calor de verano, sin darme cuenta me detuve ante un escaparte que estaba repleto de zapatos de tacón.
Estuve diez largos minutos contemplando cada unos de los zapatos que había, todos eran de colores preciosos, de tacón alto o bajo, sandalias, botines, salón, de piel, de ante, con detalles de pedrería, con lazos, con cierres dorados, con cremalleras... Por un momento se me olvidó que esa mañana había madrugado para recoger una pulsera que mi madre había dejado a arreglar y entré en la tienda sin poder remediarlo y adquirí un par esos zapatos.
Al principio los utilicé diariamente hasta que fui consciente de que si seguía así, terminarían rompiéndose. Poco a poco los dejé de lado pero siempre fueron mis preferidos.
De tanto utilizarlos se hicieron pequeños rotos, se agrandaron, tuve que hacer agujeros de más para que se adaptasen del todo a mis tobillos, les di con un trapito cuidadosamente día a día y siempre que los llevaba conmigo temía que se rompiesen un poquito más.
En algunas ocasiones me enfadé con ellos pues me hacían daño, en otras en cambio los miraba con amor y les decía cuanto los quería y en cuántos buenos momentos me habían acompañado. Con ellos salí a bailar, fui a cenar, a comer y a merendar, me los llevé de bares y me tumbé con ellos en el césped, sólo me quedó irme con ellos a la playa pero eso era sobrepasar los límites.
Reconozco que los usé más de la cuenta, que los presioné para que siempre me fueran fieles, que los castigué con dureza cuando me hicieron heridas y que en cierto modo, los quise más de lo que debía.
Hace poco uno de ellos se quedó sin tapa y sin ella lamentablemente, no se puede caminar. Los miré durante horas pensando en si debía arreglarlos o dejarlos descansar, pues después de tantos años trabajando quizás se merecían una buena jubilación por todo lo que habían cotizado.
Después de mucho pensarlo decidí guardarlos en su caja, sin arreglar y dejarlos descansar. Han estado muchos años a mi lado y ellos saben que siempre serán mis preferidos y que ningún otro modelo los podrá reemplazar, pero siempre llega el día en el que hay que guardarlos en su caja, cerrarla para siempre y comprar unos nuevos para que me acompañen en lo que me queda de camino.
Afortunadamente siempre podré mirar hacia atrás y saber que durante muchos años, aquellos zapatos me hicieron feliz y por muchos zapatos que me compre, ellos siempre serán los primeros.
Afortunadamente siempre podré mirar hacia atrás y saber que durante muchos años, aquellos zapatos me hicieron feliz y por muchos zapatos que me compre, ellos siempre serán los primeros.
Los zapatos se arreglan, las heridas que hacen en tus pies no.A lo mejor merecen la caja, bien cerrada.
ResponderEliminarEso es lo bonito de las heridas, que no se arreglan. Que cada cicatriz es una marca no de derrota, si no de supervivencia. Un conjunto de marcas que dibujan no solo nuestro cuerpo, si no también nuestra alma. De hecho, dedicas tu vida a herir folios en blanco y dejarles esas cicatrices que llamamos letras...El caminante no hace su camino, si no sus zapatos. Nunca olvides tus caminos ni a donde te han llevado.
ResponderEliminarComo otras veces, empiezo leyendo lo que parece una historia de niña superficial amante de sus zapatos y acabo disfrutando de una historia metafórica sobre las personas y los sentimientos, que nada tiene que ver con zapatos.
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