Eran las cinco de la mañana cuando del rincón más alejado de la pista de baile aparecieron unos ojos. No eran azules pero brillaban como zafiros. Consiguieron nublar todo lo que había en aquel sitio, incluso el ruido y el humo del tabaco barato.
Inconscientemente mi mirada se volvió presa de esa sonrisa y esos ojos que jamás había visto antes y que volvería a ver en varias ocasiones; aunque en ese momento aún no lo sabía.
Escayolado y víctima del calor, en pleno mes de agosto con camisa azul de manga larga y pantalones negros sujetos a su cuerpo por un cinturón marrón y hebilla plateada.
Por pequeños que parezcan los detalles, esa mezcla de colores fue, junto con sus ojos y su sonrisa, lo que me llamó la atención.
No debo dejar de lado la escayola que le rodeaba el brazo derecho, que afortunadamente no estaba marcada por ningún Chanel Rouge Coco nº17.
Me llevé la sorpresa cuando vi que o no le apetecía o no sabía bailar. Se decantó por un cómodo sofá con un estampado de color burdeos y dorado, que había sido cómplice de infinidad de besos y que estaba situado a un metro de distancia de donde sus amigos se encontraban disfrutando de la larga y calurosa noche.
Mentiría si dijera que no le miré durante horas, que no se me pasaron por la cabeza al menos cuarenta posibles nombres por el que llamarle. Seguiría mintiendo si dijera que no me apetecía bailar y que decidí sentarme en el mismo sofá que él porque estaba cansada.
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